Reynaldo Mota Molina
En edición anterior nos referimos al repunte que ha tenido el huapango huasteco en los últimos tiempos, en contraste con el lamentable detrimento del arribeño que parece dirigirse inexorablemente a su extinción particularmente en la sierra queretana que fue nicho importante de poetas, pero principalmente de músicos violinistas y de bailadores, hombres y mujeres notables, que le dieron prevalencia durante muchísimos años, hasta que la “modernidad” abrió el paso a las modas efímeras de la música y del baile. Los esfuerzos esporádicos individuales, entre los que nos contamos —justo es decirlo—, y de instituciones de cultura popular no han logrado hasta ahora consolidar la preservación de este, ciertamente, complejo arte de la poesía decimal, las valonas, los jarabes y los sones arribeños, emanados de la extraordinaria sensibilidad y esencia campesina.
Si bien es cierto, el huapango huasteco vive ahora un auge importante como resultado del concurso desde hace algunas décadas de promotores, investigadores, maestros, instituciones culturales y civiles, músicos, trovadores, bailadoras y bailadores, incluyendo los certámenes de baile de huapango, resulta preocupante —queremos insistir— en lo que desde nuestro punto de vista está afectando su naturaleza y desarrollo.

La excusa común es que el público lo pide… pero la verdad es que resulta más cómodo repetir lo mismo sin tomar en cuenta que con esta actitud se reduce su oferta artística y la demanda de la concurrencia.

Basta con ver los discos compactos de huapangueros: si acaso, contienen uno o dos y lo demás son canciones de cualquier otro tipo. Pareciera que quieren enterrar su propio destino.
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