Reynaldo Mota Molina
El huapango arribeño ha campeado por la sierra queretana desde hace siglos a través de poetas y músicos que extendieron su arte desde la Zona Media de San Luis Potosí por montes y cañadas, valles y llanos. De Alaquines, Ciudad del Maíz, Cárdenas, Rayón, Río Verde, Amoladeras, San Ciro, por mencionar algunas poblaciones potosinas; Arroyo Seco, El Refugio, Jalpan, Ahuacatlán de Guadalupe, Pinal de Amoles, Santa María Alamos, La Zarza, Peñamiller y muchas otras poblaciones queretanas; Atarjea, Río Blanco, Palomas, Xichu, Victoria y demás poblaciones de Guanajuato, son testigos de épocas en que las fiestas y celebraciones con décimas, valonas, sones arribeños y jarabes, significaron todo un acontecimiento entre los pobladores que a pie, a caballo o en jumentos, anduvieron por caminos de herradura o por brechas a campo traviesa las grandes distancias entre estos lugares para disfrutar del encuentro de poetas que se disputaban en la topada y la bravata, la preferencia y el reconocimiento de la gente que, entusiasmada, bailaba durante varios días consecutivos.
Si fue a partir de don Eugenio Villanueva que nació este espléndido arte campesino o de don Agapito Briones quien le diera mayor forma, lo cierto es que ha habido grandes e innumerables continuadores en la zona arribeña que conforman los tres estados. En realidad las décimas, las valonas y los sones y jarabes, ya señoreaban por estas tierras ignotas o desconocidas, desde el siglo XVIII.
La incólume majestuosidad de la Sierra Gorda que guarda en su seno incontables poblaciones, grandes y pequeñas, ha sido nicho de poetas y músicos geniales y guardiana fiel de un arte que se resiste y defiende ante los embates de una “modernidad” avasalladora que sólo entiende de mercadotecnia frígida y voraz que no produce nada trascendente, sólo beneficios económicos de quienes la manipulan.
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