Reynaldo Mota Molina
Que “Palo dado ni Dios lo quita”; que “No hay peor ciego que el que no quiere ver”; que “Para que la cuña apriete debe ser del mismo palo”… Sabios refranes populares que son envoltura de la reprobable actuación de los siete magistrados electorales que validaron la elección presidencial del 1 de julio a favor de Enrique Peña Nieto a pesar del gran número de irregularidades graves que sustentaban la exigencia de invalidación presentada por el Movimiento Progresista liderado por Andrés Manuel López Obrador.
Pues sí, la camarilla de magistrados tenía prisa —hora y media le bastó el 31 de agosto— en resolver la “validez” de la elección presidencial y en declarar a Peña Nieto presidente electo, renunciando a la obligación de investigar exhaustivamente los cargos presentados por dicho Movimiento sobre la compra masiva de votos, la triangulación de recursos provenientes de fuentes extrañas, la promoción mediática a través de Televisa, la utilización de encuestas como propaganda y el rebase del tope de gastos de campaña. Aprovechando el desfase de tiempos poselectorales —fríamente calculados— el Trife entregó a Peña Nieto la constancia de mayoría precisamente el día anterior a la entrega del último informe de gobierno de Felipe Calderón. El palo estaba dado…
Investido como tribunal supremo en materia electoral con la reforma de 2007, el Trife debió asumir su función de plena jurisdicción: “Ser tribunal de plena jurisdicción implica que para asumir su función de arbitraje lo orientan los indicios que le presenten las partes, pero de ninguna manera la carga de la prueba se le da a los contendientes, que no están obligados a ofrecer las pruebas sino sólo los indicios”, según lo define el artículo 99 de la Constitución mexicana, sin embargo, en pleno desacato el Trife se escudó para su resolución en que “el Movimiento no probó lo que argumentó; los hechos, sus reclamos, no los probó”.
Jaime Cárdenas Gracia, doctor en derecho constitucional y exconsejero del IFE abunda al respecto: “El tribunal no debía pedirnos que nosotros probáramos muchos de los reclamos que hacíamos porque no podemos acceder a la información financiera, pues existe el secreto bancario, ni tampoco solicitar información sobre empresas, ya que está la reserva fiscal, y mucho menos podíamos decirle al Ministerio Público que nos entregara las averiguaciones previas de las denuncias, pues es información bajo reserva”. Es decir, que los únicos que podían haberse allegado esa información —porque están facultados para ello— eran los propios ministros y consejeros electorales, Y NO LO HICIERON. No hay peor ciego…
En su resolución unánime los magistrados candorosamente establecieron que los casos de las tarjetas Monex y Soriana fueron “emblemáticos” de la impugnación y “no se pudo demostrar que hayan sido utilizados para la compra y coacción del voto”; más bien, el PRI “estableció un mecanismo de disponibilidad inmediata de recursos monetarios mediante las referidas tarjetas para ser utilizadas por las personas que el partido indicara” —o cualquier cosa que este rollo signifique—, y que no hubo un sistema financiero paralelo.
Debido a su pésima actuación los siete magistrados electorales han sido calificados por expertos analíticos como torpes, remedos de jueces, juzgadores de barandilla, enanos que actuaron como jueces de paz pero cobran como magistrados de la Corte; pero la voz popular los ubica como corruptos, serviles e indignos de la autoridad que ostentan, sometidos a los poderes fácticos que sentarán sus reales otra vez en Los Pinos, gracias a su traición a los principios democráticos que establece la Constitución en materia electoral. Para que la cuña apriete…
Ya se plantea la posibilidad de demandar juicio político en contra de todos ellos por abdicar a sus obligaciones, y disolver el Tribunal Electoral como parte de una transformación indispensable del sistema electoral que no está a la altura de las circunstancias que requiere México.
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