Reynaldo Mota Molina
Hasta cierto punto es comprensible la decisión de Andrés Manuel López Obrador de arriar banderas después de dos fraudes electorales consecutivos en su perjuicio —2006 y 2012— en los que, supuestamente, él fue el triunfador para asumir la presidencia de México. El primero caracterizado por la guerra sucia en su contra protagonizada desde la presidencia de Vicente Fox y los poderes fácticos que gobiernan el país, refrendado por las autoridades electorales antes, durante y después del proceso electoral, teniendo aún así, un pequeño margen oficial de diferencia: 0.56 por ciento de la votación, pese al movimiento social de protesta encabezado por el propio López Obrador. Sin los elementos fraudulentos el resultado seguramente habría favorecido a AMLO.
Esto dio origen a que gobierno y autoridades reformaran las leyes electorales en 2007 dizque para prevenir posibles fraudes en el futuro y los comicios tuvieran cierto grado de credibilidad.
El segundo caracterizado por la sofisticada creación mediática de Enrique Peña Nieto por Grupo Televisa tratando de evitar las evidencias; el descarado rebase de gastos de tope de campaña, la enmarañada triangulación de recursos, el presunto lavado de dinero del narcotráfico, la utilización de encuestas como propaganda, la millonaria compra de votos en efectivo y monederos electrónicos, entre otros delitos electorales, protagonizado desde la “presidencia” de Felipe Calderón y los poderes fácticos que gobiernan el país, refrendado por las autoridades electorales antes, durante y después del proceso electoral, con el resultado de 19 millones de votos para Peña Nieto contra 15 de López Obrador, pese a la promovida invalidación de la elección presidencial por el Movimiento Progresista, integrado por los partidos de izquierda que postularon a López Obrador y que el Tribunal Electoral desechó renunciando a su calidad de tribunal de plena jurisdicción, para proclamar a Peña Nieto presidente electo. Sin los elementos fraudulentos el resultado seguramente habría favorecido a López Obrador nuevamente.
Esto dio lugar a la sorpresiva separación de AMLO de los partidos que integraron el Movimiento Progresista: PRD, PT y Movimiento Ciudadano, que significa —para muchos— la claudicación del líder de las izquierdas que logró aglutinar una gran fuerza política y social más allá de los propios partidos y de crear una expectativa de credibilidad y desarrollo del país basado precisamente en la ciudadanía y, de repente, la situación cambia: es incierta y desconcertante, pero lo más grave, implica un desperdicio de la fuerza política acumulada que se rompe en el momento justo de ser el contrapeso del “nuevo” gobierno priista y de convertirse en el fiel de la balanza del cumplimiento de los compromisos adquiridos por Peña Nieto, al mismo tiempo de la posibilidad de consolidar para futuros planes la fuerza política del Movimiento de Renovación Nacional (Morena) que impulsó el propio López Obrador, pero que inesperadamente se convierte en un embrollo organizacional.
Por ahora sería una torpeza mayor convertir este movimiento en partido político porque perdería la credibilidad adquirida, la fuerza social, y pasaría a ser una escisión más del PRD, para perderse en el mar de corrupción de todos los partidos políticos.
¿A quién beneficia la separación? En primer lugar al propio Peña Nieto y al PRI que se quitan la monserga del seguimiento puntual de sus acciones ante una vigilancia pesada. ¿Será “concertacesión”…? Como que nos negamos a creerlo.
Y por supuesto al PRD, en el que los Chuchos pueden seguir vendiéndose al mejor postor —PRI y compañía— más libremente, como ya inmediatamente lo mostraron.
Lo cierto es que la izquierda, por ahora la única posibilidad de un cambio real de la situación que agobia a México se rompió y quedó en veremos…
¡Qué pena!
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